El sol la miró entre un jirón de nubes blancas
casi transparentes pero que impedían su brillo y su libertad de expresarse.
Ella le devolvió la mirada, apenada. El cada vez estaba más triste, se alejaba,
se hundía en el horizonte movido por una fuerza superior y no podía impedirlo.
La volvió a mirar y las nubes, amables se retiraron para dejarlos despedirse.
-
¿Ya te vas? – dijo ella entre
lágrimas.
-
Si, ya sabes que tengo que irme… -
contestó brillando anaranjado – pero no llores, o las lágrimas no te dejaran
ver más.
-
¿Más? ¿Qué más?- dijo ella preguntándose
qué más podía haber aparte de aquella luz que iluminaba su vida.
Pero el sol ya había desaparecido y de su
presencia solo quedaba un rastro de luz en el horizonte. Ella bajó la vista,
pero algo le llamó la atención, una luz azulada la iluminaba ahora. Alzo los
ojos y descubrió que más podía haber. Una gran esfera, puede que más pequeña
pero no por ello menos bella que el sol, la luna, que le devolvió la mirada
tierna, como una madre que cuida de su hija pequeña.
-
No llores porque el sol se ha ido
pues las lágrimas no te dejarán ver las estrellas. – le dijo amablemente.
Entonces ella se limpió las lágrimas y
descubrió todo un conjunto de puntos, que aunque parecieran pequeños, ella
sabía perfectamente que eran tan grandes como el sol que se había ido o más, y
además eran muchísimas más. Entendió lo que querían decirle el sol y la luna y
desde entonces no dejó de visitarlos ni a ellos ni a las estrellas.